“Necesitas una fuga, catatónica,
nocturna, un viento breve. Al edén de un sábado, donde un ave miope te espera
leve; de las malas colisiones no te puedes escapar: candil de nieve (…)
Enciéndete clavel, cuando amanecer veas la razón, de lo que te faltó, luego lo
alcanzó mas tu corazón, no pienso que sufrir es aquella opción que nos dio
algún dios para salvarnos, no apagues el candil, o la nieve te hunde en el
centro del dolor”
Pablo Milanés
Alguna vez fui una hermosa niña.
Me enseñaron a punta de pellizcos y sermones, la
prudencia, la cautela, el sempiterno y renombrado sentido común tan obligatorio
como relativo.
Fui instruida por encima del promedio y de la época.
Fui lacerada por muchos tipos de látigos psicológicos y
se me hizo creer al mismo tiempo que siempre merecería ser complacida en
cualquier deseo.
Con principios de acero, convicciones inquebrantables y
sentimentalismos a ultranza, crecí y me hice mujer, visceral y agresiva,
compasiva y sin prejuicios, con todo y pese a todo.
Aguanté desvaríos, maltratos, vaivenes; ser depositaria
de viejas frustraciones y receptora de añejas infantilidades; le devolví dos y
tres y más veces a mis padre, la vida que jodida y convulsa me otorgaron sin
aviso y sin consulta.
Fui joven madre acosada y perseguida por el precepto de
que no desear un embarazo es una grave falta.
Fui abnegada esposa hasta que el hastío y el desamor me
hicieron regalada, mala mujer, traidora: infiel.
Fui entregada funcionaria hasta que el sistema de valores
de la viveza criolla me golpeó la nariz: se me río en la cara.
Por eso ahora no me disculparé con los muertos de la
única y recién conocida felicidad que he sido capaz de sentir.
Por eso hoy carezco de hipócrita piedad, por eso no pido
ni otorgo indulgencias.
Júzguenme: aquí mi espalda aún tersa y el desenfado y la
risa, que jamás me abandonan, aquí el desafío amargo y grato de ser yo misma.