Nunca creí en hadas madrinas ni aprobé la potencial existencia de princesas, mucho menos de príncipes, mucho menos azules. Sin embargo, a ese que en penumbra llega sin poemas y sin flores, con gama apetecible de humanos defectos y vestales arrogancias; ese que irrumpe en mi sueño y en mi vigilia auto otorgándose el derecho de atravesarse en mi azotea, quebrar las tejas de mi techo, de halarme mis sábanas favoritas y con ellas llevarse mi calma. A ese en fin, aunque no me oiga, aunque no sepa de mí, aunque en vano sean mis súplicas y de más estén mis ruegos, igual le exijo no vulnerar más los pocos pétalos que guardan rocío. Igual le pido, si le es posible, no quebrar las últimas fibras que sostienen mis alas. No restarle verde al prado ni carmesí a la sangre. Así nunca me toque, que me deje intacta la ilusión de saberme deseada, admirada, de manejar como certeza la posibilidad de que a quien amo igual me ama.
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